A mis alumnos del próximo curso

         Mis alumnos del curso que viene están terminando estos días la PEvAU, a la que los de mi generación todavía llamamos Selectividad. Muchos llegan con notas de Bachillerato muy altas y, tras la prueba de acceso, presentarán medias que invitan al optimismo cuando no a la alegría desmesurada. Piensa uno que va a trabajar con el mejor material humano, y es verdad, y que tiene la obligación de estar al cien por cien para corresponder a estudiantes tan potentes. Empleo esta palabra en el sentido filosófico del término, es decir, son estudiantes que pueden llegar lejos, que encierran muchas virtudes académicas. No olvidemos que son tres las potencias del alma que han de ejercitar: entendimiento, voluntad y memoria.


«¿Estaré a la altura?, ¿les gustará mi asignatura?, ¿conseguiré mantener su atención durante el curso?, ¿tendré muchos candidatos a la Matrícula de Honor?», me pregunta el profesor que quiero ser. El profesor que soy debe leer este artículo a diario, para no negociar rendiciones parciales con su propio oficio, para no repetir las prácticas del año anterior o no caer en el desánimo que las circunstancias devuelven a cambio del esfuerzo. Nunca hemos tenido tantos medios materiales, ni humanos, nunca los profesores nos hemos formado tanto para serlo, pero nunca hemos sentido tanto ―algunos― que los resultados quedan muy lejos de lo que soñamos cada mes de junio. 

La paradoja es evidente, como le pasa a quien deja de hacer ejercicio ahora que tiene un gimnasio en casa. Cuando no lo tenía, corría por la calle y levantaba improvisadas pesas domésticas, y ahora que lo tiene necesita que los astros se alineen para dar el primer paso… Y me refiero a las dos partes del proceso de enseñanza, docentes y discentes, que parecemos buscadores de excusas más que afortunados habitantes del primerísimo mundo.

           Romper el desánimo y la pereza pasa por hacer que el producto sea valioso, y caro. Creo que no valen las rutinas aprendidas, que no tienen sentido, que no motivan a nadie. Claro que esto tiene un inconveniente: hay que pagar con la moneda del esfuerzo de profesores y estudiantes, que deben retroalimentarse de forma continua. Lo barato no vale nada, tampoco frente a nosotros mismos. Tiramos a la basura los restos de la comida rápida, pero guardamos con celo lo que sobra después de haber comido algo exquisito. En fin, me aplico el cuento y me dispongo a corregir con abnegación cincuenta exámenes de alumnos que aún tienen la asignatura pendiente, y voy a leer el artículo desde el principio para no vender la asignatura a precio de Big-Mac.

       A los alumnos del año que viene los espero con el delantal limpio y el cuchillo del jamón debidamente afilado, dispuesto a ofrecer algo que merezca la pena conservar y esperando que vengan con hambre renovada, después de un verano que debe ser inolvidable, en el que también pueden ir leyendo Grandeza y decadencia de los romanos, de Montesquieu. Si tuviera un emoticono, aquí pondría el de la cara sonriente que guiña un ojo. Como no lo tengo, lo describo y les invito a no sentir vergüenza de ser académicamente buenos, y tampoco pereza. Sólo hay que empujar la puerta del gimnasio.    

                                                                                                                                Bernardo Periñán

        (Dedicado a mi amigo Jaime Sabater, ejemplo de tantas virtudes humanas y literarias.) 

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