Retrogusto

 

Con ocasión de la presentación en el Colegio, el pasado día 14 de octubre de 2024, de la obra colectiva “El sujeto de derecho: experiencia jurídica romana y actualidad”, de la que he sido coordinador, se suscitó un debate interesante que me permitió exponer algunas ideas romanísticas clave. La más decisiva de todas es el valor referencial que hoy tiene el Derecho clásico romano, el que se desarrolla desde el final de la última Guerra Púnica hasta el final del Principado, aunque a mis alumnos suelo darles por buena la aproximación temporal de trazo grueso: del siglo II a.C. al II d.C. Es verdad que pecamos por exceso al principio y por defecto al final, lo que casi nos deja fuera al gran Herennio Modestino, muerto en el año 236, pero todo sea por el mensaje y por la claridad expositiva. De nada sirve conocer las fechas con absoluta exactitud, alguna definición en latín o el “número de pie de Justiniano”, si no tenemos claro que lo que marca la diferencia a favor del Derecho clásico romano es su calidad.

            Claro que esto nos lleva a un terreno pantanoso, del que podemos salir de nuevo con las armas del oficio profesoral. Desde Sócrates, el docente provoca preguntas para contestarlas él mismo, casi como en el guion de una obra teatral bien ensayada. Después de tres décadas con la tiza en la mano, uno está en condiciones de afrontar la siguiente cuestión, curso tras curso: ¿por qué decimos que el Derecho clásico romano tiene calidad? Lo inaprehensible de la pregunta se concreta en la salida ensayada tras muchos kilómetros sobre la tarima: “El Derecho de calidad ofrece soluciones para cada caso concreto, orientadas a un fin justo”. En un laberinto sin fin podríamos ahora entrar en el enigma de la justicia y su contenido, pero de esto también se sale sin desclavar las zapatillas de la arena al identificar la justicia como un ideal, una meta a la hora de ofrecer una salida que favorecerá a una parte más que a otra, según los casos, tras la concreción del conflicto jurídico.



            

    Vamos a un ejemplo sencillo: en Derecho romano existe la arrogación, que supone la entrada de un pater familias bajo la potestad de otro, sufriendo el primero una capitidisminución al convertirse en hijo de familia. Como es sabido, este antiguo mecanismo que se desarrollaba ante el comicio —más antiguo que la adopción propiamente dicha en la que un filius familias cambiaba de pater— implicaba la entrada del arrogado bajo una nueva potestad con sus descendientes y su activo patrimonial, pero sus deudas se extinguían y no podían ya exigirse. Ésta es una institución propia del ius civile, previa incluso a las XII Tablas, y por tanto rígida y peligrosa como el avión de los hermanos Wright. El interés fundamental que late bajo la adrogatio es el del arrogante, que ha de ser mayor de 60 años y no tener descendencia legítima; el de los acreedores del arrogado queda en segundo plano o aún más lejos, pues también se ponen por delante las aspiraciones del deudor que inicia una nueva vida jurídica bajo la potestas recién estrenada, de la que provendrán nuevos derechos hereditarios. A los acreedores, ni agua. Tienen que llegar el ius honorarium y sus edictos a “desfazer el entuerto”, los pretores introdujeron por esta vía nuevas soluciones que tendían a valorar el conjunto de los intereses en juego. Puede decirse que llenaron el cielo jurídico con modernos aviones de hélice, más seguros y modernos. La solución en este caso fue permitir la reclamación de las deudas pendientes a través de una acción ficticia, como si la adrogatio no hubiera tenido lugar, aunque la demanda sólo sería efectiva hasta el límite del activo patrimonial previo del arrogado. Bien está que el arrogante quisiera asegurar la continuidad de su linaje y su nomen gentilicium, pero quizá no está tan justificado que se quedase con los bienes y derechos del arrogado, ¡y más si éste tenía deudas! Su interés chocaba con el de los terceros que no tenían por qué sufrir las consecuencias de una decisión que los nuevos padre e hijo tomaron en atención a sus propias conveniencias. Por otra parte, al limitar el éxito de la reclamación al importe del activo, lo que con el tiempo se conocerá como beneficium competentiae, se salvaba el principio según el cual el hijo no puede empeorar la condición jurídica del padre, es decir, no puede transferirle deudas. Es posible que la solución ofrecida no sea adecuada para todos, pero tiende a ser justa en la medida en que se reparte el perjuicio conforme a unas reglas predeterminadas y objetivas que modernizan el viejo negocio jurídico: el arrogante no se enriquece pero tampoco se empobrece, la arrogación mantiene su función social y las deudas se honran, al menos en parte. La arrogación en fraude de acreedores, diríamos hoy, no es desde entonces posible jurídicamente.

            ¿Qué fuerzas mueven un mecanismo de reforma como éste?, cabría preguntarse. Si reflexionamos un momento vemos que el problema se resuelve por la conjunción de la iurisdictio pretoria y la auctoritas jurisprudencial. La jurisdicción es potestad, pero no basta, porque el magistrado no tiene por qué saber Derecho y menos conocerlo desde un planteamiento culto y reflexivo. Se abre entonces un hueco para la jurisprudencia, para los juristas que singularmente influyen en la producción jurídica al ser consultados. Podría decirse que el edicto es jurisdicción por fuera y ciencia del Derecho por dentro. Sólo si entendemos esto, somos capaces de captar la singularidad del Derecho romano, su esencia y lo que lo hace verdaderamente diferente. En el periodo clásico, llegamos a identificar unos 140 juristas, pero habría muchos más, aunque sin duda conocemos a los mejores. El trabajo elevado de cada de uno de los jurisconsultos, el estudio, la reflexión, es el verdadero origen de las soluciones justas. Siglos más tarde, Justiniano —que quería to make Rome great again— se dio cuenta de que en el ius estaba el alma de la Urbs e hizo lo imposible por volver a un pasado esplendoroso. De camino —no era su objetivo— dejó una serie de fuentes a partir de las cuales el Derecho de Occidente ha venido tomando soluciones de calidad, que son las que motivaron una excelente jornada de trabajo jurídico en torno a un libro, más allá de la simple curiosidad histórica.

PS: Para el avión a reacción hay que esperar al ius gentium, pero eso reclama otra columna.  

                                                                                                                        Bernardo Periñán 

(Publicado en la Revista La Buhaira, del Decanato de Andalucía Occidental del Colegio de Registradores, n. 37, septiembre-noviembre 2024) pp. 122-124. https://www.registradoresandaluciaoccidental.com/wp-content/uploads/2024/12/LaBuhaira37.pdf

Comentarios

Entradas populares de este blog

Cine y Derecho Romano

Resaca