¡Feliz curso!
Hace
no demasiado tiempo, por los pasillos de nuestras facultades de Derecho y, ni
qué decir tiene, asimismo en las cafeterías universitarias, espacios (ambos) igual
de frecuentados que las aulas por los estudiantes, era muy habitual en determinados
momentos del curso escuchar o vocear el ocurrente dicho de que no hay verano
sin Romano. Eran otros tiempos, claro, aquellos pertenecientes al Plan de Estudios
de 1953 que concernía a la Licenciatura en Derecho, que la llegada del nuevo
milenio se encargó –inteligentemente o no, ésa sería otra cuestión– de darle un
descanso y relevo. En Derecho, en el primer año, solo se estudiaban
cuatro asignaturas, todas de carácter anual y con un importante número de horas
semanales: Historia del Derecho, Derecho Político (el Derecho Constitucional de
la actualidad), Derecho Natural (hoy desaparecida) y Derecho Romano. Era el
Romano, desde luego, el hueso de primero de Derecho, por su amplitud y
complejidad, la considerable presencia del latín y, naturalmente, por los
escasos conocimientos jurídicos con los que llegábamos a la carrera. En
realidad, aquel chascarrillo o agudeza que se hizo tan popular tenía más de
cierto que de exagerado. Derecho Romano era una materia dura.
Hoy son otros los tiempos. La asignatura es cuatrimestral, en torno a las cuatro horas semanales e impartida mayoritariamente por esos licenciados del Plan de 1953, hoy ya todos Doctores. Esta notoria reducción de la docencia forzosamente ha repercutido en los contenidos que impartimos: ni se puede explicar lo mismo que antes, por la evidente falta de horas lectivas, ni se puede exigir a los estudiantes que la estudien por su cuenta, sin la ayuda de sus profesores, y como si no hubiera existido un profundo cambio en el modo de entender hoy los estudios jurídicos universitarios, el Grado en Derecho. No, Derecho Romano ya no es el hueso de Primero, pero tampoco es ni será la maría de ese curso. Sigue siendo una disciplina difícil y extensa. Precisa, ahora más si cabe, de buenos docentes que dominen el temario y más allá de este, porque aunque reducida, continúa siendo la misma y mantiene el idéntico carácter formativo en el itinerario académico de un estudiante de Derecho. Sigue siendo esencial para un jurista en potencia. Y junto a un buen aprendizaje en las aulas, que para los profesores es nuestra principal obligación, prácticamente una obsesión, es necesario disponer de buenos materiales didácticos propios: manuales contrastados o recomendados, artículos científicos de autoría reconocida, diccionarios jurídicos (el Prontuario de Jurisprudencia romana escrito por el Catedrático de Derecho Romano de esta universidad puede ser, desde luego, una herramienta utilísima), etc. Huyamos de resúmenes o esquemas realizados por alumnos de otros años o de procedencia desconocida: pueden aportarnos conceptos erróneos; y evitemos especialmente determinadas webs muy populares que, en el caso del Derecho Romano, no contienen información fidedigna. Estudiar es una dura labor, exige un esfuerzo considerable y un tiempo importante; si encima invertimos ese tiempo y esfuerzo en aprender nociones inexactas, el resultado no podrá ser más que desalentador.
A
la hora de enfrentarnos por primera vez al Derecho Romano debemos tener en
cuenta varios detalles. El primero, que casi es un prejuicio, es la falsa
creencia de considerar que se trata de una asignatura de simple corte
histórico, obsoleta e inútil, que intentaremos aprobar cuanto antes para
dejarla arrinconada en cualquier lugar apartado de nuestra memoria. En
absoluto. El derecho que creó Roma pervive en nuestras instituciones
jurídico-privadas, así como siguen presentes en infinidad de resoluciones
judiciales sus reglas, principios y máximas. Sin embargo, sería un grave error estudiar
Derecho Romano partiendo desde el Derecho Civil o el Código Civil. Los Códigos
contienen normas, resuelven conflictos concretos, pero no explican qué es el
Derecho. Eso lo hace el Derecho Romano. Esta disciplina permite conocer
cuáles fueron las razones o necesidades que dieron pie al nacimiento de las
instituciones jurídicas, cómo fueron éstas evolucionando al compás de los
tiempos, cómo se integraron en ellas ideas económicas, valores éticos,
sensibilidades sociales, razonamientos sencillos y prácticos. Saber Romano
equivale a saber Derecho Civil, pero nunca a la inversa.
Otro
aspecto a tener en cuenta es el peculiar carácter del Derecho Romano. Escribía
con acierto Álvaro d’Ors, uno de los grandes romanistas españoles del pasado
siglo, que el Derecho Romano no es un derecho de leyes, sino de doctrinas.
En efecto, durante muchos siglos el Derecho Romano fue un Derecho
jurisprudencial, creado no por los poderes públicos, sino por unos profesionales
libres e independientes, los juristas, que no eran más que ciudadanos
con una formación intelectual exquisita y una vocación por lo jurídico sin
parangón en términos históricos. Cierto es que en Roma se promulgaron infinidad
de leyes, pero fueron los juristas quienes, mediante la interpretatio de
las viejas normas jurídicas y la creación de otras nuevas cuando la ocasión lo
requería, convirtieron los rudimentarios esquemas jurídicos en ese momento
conocidos en instituciones vivas, modernas, brillantes y versátiles. Este
carácter del Derecho de Roma no es una cualidad menor, al contrario, se trata
de una característica esencial, pues toda la actividad de los juristas se
hallaba aislada de influencias y presiones externas (políticas, ideológicas,
etc.). Por eso aún nos servimos de sus magistrales planteamientos jurídicos. Se
dice que Roma es la patria del Derecho, y es verdad, pero lo es sobre todo por
la labor y creatividad de estos jurisconsultos. De ahí que sea vital entender perfectamente
qué era la Jurisprudencia romana, quiénes fueron los juristas y cómo
trabajaban, familiarizarnos con el Corpus Iuris Civilis y,
especialmente, con el Digesto, la obra en la que encontramos todas las
respuestas y opiniones de los jurisconsultos (en definitiva, la jurisprudencia
romana), y todo ello combinándolo con otros agentes jurídicos que
intervinieron, según la época, en el progreso del ordenamiento jurídico romano:
los pretores, el Senado, los emperadores, los jueces del orden procesal civil,
etc.
Comienza
un viaje apasionante, no exento de generosidad en el empeño, pero cuyos frutos han
sido percibidos y apreciados por generaciones y generaciones de juristas a lo
largo de la Historia. Estudiemos Romano con interés, con cariño, con la
convicción de que estaremos cimentando la base de nuestra cultura jurídica, la
que en el futuro nos permitirá decir con orgullo que somos juristas y no
simplemente egresados en un título universitario. ¡Feliz curso!
Santiago Castán Pérez-Gómez
Universidad Rey Juan Carlos
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