No siempre fuimos profesores

Sevilla, año 2021. En medio de una inimaginable pandemia que obliga a dar clase a través de una cámara.

Ha pasado mucho tiempo desde aquellas clases, como alumno, de Derecho Romano. Cruzar la calle San Fernando, para dirigirse a los bares ubicados frente a la Fábrica de Tabacos, implicaba un riesgo semejante al del Paso del Rubicón o se tornaba en algo tan peligroso como la belleza de la cigarrera, que Bizet imaginó entre los muros del hoy Rectorado de la Universidad de Sevilla. Aquel frenético tráfico rodado, sin un semáforo por donde atravesar la calle a las horas centrales del día, anunciaba lo complejo de la vida que esperaba a la cupidae legum iuventus que se iría como había llegado, sin pedir permiso.

 

La Facultad de Derecho de 1987 no reparaba en lo inexorable del paso del tiempo. Ese primer día pude comprobarlo, cuando encontré un lugar donde sentarme en un aula abarrotada, advirtiendo que los pupitres de madera –más o menos noble- todavía conservaban las huellas gráficas de generaciones de universitarios que precedieron a la mía. Eran años buenos para quienes no somos onliners consumados, a pesar de los imperativos contemporáneos. Aún resonaban en los pasillos las máquinas de escribir, que hoy parece que nunca existieron. España había abandonado, liberada del ruido de sables del 23 F y amenazada aún por el terrorismo de ETA, las ideologías de trinchera que la abocaron sin remedio a escribir sus páginas más funestas.

Como decía, aquellos primeros días de clase en la Universidad me resultaron de lo más extraño. Esta sensación desaparecería cuando, aclimatado al cambio, aquel entorno austero y de otra época fue transformándose en un sancta sanctorum de profesores y estudiantes. No tardé en darme cuenta de que aquel ambiente universitario me acompañaría siempre, sin que se desvaneciera al finalizar la Licenciatura. A ello contribuyó la figura de Murga, el Catedrático de Derecho romano que había vuelto a su Sevilla poco tiempo antes y conservaba la ilusión del recién llegado. Había pasado por Santiago, Oviedo, y por Zaragoza, donde me cuesta mucho trabajo imaginarlo. No sé si viviría el síndrome de Ulises, pero no había entre los profesores que entonces tuve ninguno tan andaluz.

Murga, D. José Luis, conectaba con nosotros a través de una oratoria cercana y entretenida, casi teatral, pero también por medio de una idea de la justicia que no se identificaba necesariamente con las leyes, potencialmente perversas para los ciudadanos en manos de la Administración. Que yo comprendiera hasta hoy por qué Derecho y Ley –aunque costara aceptarlo– sólo tienen el mismo significado en las utopías y en los discursos mesiánicos presentes y pasados fue cosa del profesor de Derecho romano. Murga llenaba las aulas. Incidía en la idea de que solamente los juristas salvarían las situaciones de abuso e inseguridad jurídica. ¡Había que ser jurista! Palabra que superaba con mucho las expectativas de quien se envolvía en humo -de coches y tabaco- para tomar una cerveza o un café en los bares de la calle San Fernando. Como dijo el maestro en otra ocasión: “La Historia no se repite, es la misma”. Son los personajes los que cambian. Somos nosotros los que cambiamos. Entonces, fuimos nosotros los Rebeldes a la República. 

                                                                                                                                           


Francisco J. Tejada Hernández



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