La toga planchada
Después
de darle muchas vueltas, el gobernante tomó una decisión que iba a dejar a
todos boquiabiertos. La situación venía torciéndose y la coalición no daba más
de sí. Tenía a los senadores enfrente y necesitaba tomar el control de la
opinión pública y publicada. Había pasado mucho para llegar a lo más alto y en
su cabeza no estaba rendirse, sino resistir. Otros más fuertes cayeron antes,
apuñalados por los suyos por ir de cara. Aprendió la lección: no conviene ir a
pecho descubierto, es mucho mejor jugar con los efectos y con la buena fe de
los demás. Había ensayado muchas veces el gesto y la postura, frente al espejo.
No es que le gustara este juego que lo iba a convertir en el primero del nuevo
régimen, pero los insultos que soportaba tenían que servir para algo. Habían
sufrido los suyos, arrastraban su nombre y no sería en vano. 
Ya había puesto en práctica otras jugadas de efecto, hábilmente contadas por sus corifeos, por sus artistas de cámara. ¡Qué mejor escolta que los poetas y los historiadores! Para eso estaban a su alrededor, como opinadores apesebrados con el dinero de algún mecenas amigo. Para la Historia, con mayúsculas, iba a dejar un verdadero monumento que silenciaría a sus críticos, a los que no llegarían las subvenciones. Si estás conmigo, tocarás la gloria, y si no, te irás alejando del sol. Vivirás en la oscuridad hasta que nadie se acuerde de ti. “Y al indiferente, la legislación vigente”. Ese sector aborregado seguirá pensando que no pasaba nada, mientras el mundo cambia delante de sus narices. Seguirían votando, pagando impuestos y admirando al líder sin cuestionar sus decisiones. Al fin y al cabo, el jefe es una víctima que se inmola por todos, por la patria, para evitar su desunión y sus conflictos internos. Se está dejando la piel por el bien común, para que nunca falte el pan en las mesas de los demás.
El líder soportaba las críticas con
entereza. Nada importaba que las viejas instituciones fueran un recuerdo, cada
vez más lejano, nada que su administración hubiera engullido a los viejos
funcionarios, nada que sus amigos de la infancia copasen los puestos más destacados
o que compusiese sus propios tribunales de justicia, para que nadie le aguase
una fiesta que era la de todos, donde él se sacrificaba a pesar de que sus
malvados oponentes le atacaban incluso en su esfera personal. Después de todo,
eran pequeñas cosas en comparación con la paz reinante. Los muertos ya no
volverían, pero la propaganda los mantenía vivos. Nunca más a todo eso, que el
gobernante agitaba con sutileza, acallando de un plumazo cualquier atisbo de
oposición. Quienes le contradecían eran guerracivilistas, no verdaderos
patriotas. ¡Mejor hacían en estar callados!
Ese día todas las miradas estarían sobre
él, las mujeres enamoradas y los hombres intimidados. En esa jornada se lo
jugaba todo y la apuesta iba a ser fuerte, si ganaba sería el gobernante más
importante de su tiempo, habría vencido la batalla de la opinión pública; si
perdía, mejor no pensarlo, sería un pelele, presa de unos principios que ya no
se llevan. La toga estaba planchada sobre la silla, ahora iba a venir un
esclavo a ayudarle con la compleja maniobra de colocarla sobre la túnica, porque
era necesario no descuidar ningún detalle. 
El 13 de enero del año 27 a.C., Octavio
renunció a sus títulos de cónsul y jefe militar para devolverlos al Senado, que
no aceptó la renuncia y le invistió de poderes aún más extraordinarios sobre el
ejército, y le nombró Augusto. Había nacido su tiempo, que se repetiría una y otra vez.     
                                                                                                                              Bernardo Periñán 
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